No sé si el infierno tiene puertas o escaleras mecánicas, pero creo haber encontrado un lugar que, por lo menos, es una grieta en los muros del pandemonio. Hay una pequeña taberna escondida en una breve calle de un furtivo barrio. Uno de esos lugares dormidos en el que los solitarios se sienten aún más solos. Este lugar no tendría nada de particular si no fuera porque allí las penas se ahogan realmente en alcohol. No es un bar donde puedas entrar y pedir “lo de siempre”. Cada copa equivale al inmediato olvido de un sueño perdido, un acre recuerdo o un amor pasado. Al tercer licor puedes considerarte un hombre básicamente feliz. Pero una vez al año uno cualquiera de los brebajes produce el efecto contrario y vuelve a nuestra memoria todo lo olvidado. Es fácil reconocer quien ha bebido esa copa. Una lenta y eterna lágrima escapa de sus ojos y comienza a pedir los más diversos alcoholes hasta que el recuerdo de lo olvidado muere poco a poco de nuevo. Cuando recibí esa copa viví por un minuto. Después olvidé. Ahora voy diariamente y bebo para buscar la copa que me haga recordar.
La volátil historia de la ChicaLibélula
Hace 10 años
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